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dos grandes escuelas de Italia. En el salón de honor de Castelnuovo, en la mesa alta del rey Fernando,
ocuparían su puesto la reina Juana, el príncipe de Calabria Alfonso, Hermes Sforza, Isabel, nueva duquesa
de Milán, el obispo de Como, Antonio Trivulzlo, y el arzobispo de Nápoles, Alessandro Carafa.
Una gran tarima, cubierta de preciosas alfombras de Oriente, realzaba la mesa real por encima de todas
las demás. Otras dos larguísimas mesas bajas corrían, partiendo de la mesa alta, a lo largo de los lados de
la sala. Aquí ocuparían su puesto los demás invitados, distribuidos según un rígido orden protocolario: los
más importantes se sentarían cerca de la mesa real y los otros cada vez más lejos. Los últimos eran los
artistas y los ultimísimos los poetas, según una vieja costumbre que se remontaba a los angevinos.
Como era bien sabido y era justo que fuese, nunca se servían viandas de la misma calidad a todos los
comensales. El pobre Boccaccio, muchos años antes, se había lamentado desde Nápoles de la mala
posición que le había sido asignada en la mesa de su amigo Accialuoli, ministro de los Anjou, del pésimo
nivel y de la escasez de la comida destinada a los poetas.
La mesa del rey Fernando se abastecería de comida abundante, rebuscada y de inmejorable calidad.
También los Embajadores de los distintos principados estarían bien servidos, con platos más que
suficientes; luego, poco a poco, comenzarían a reducirse tanto la cantidad como la calidad de las comidas
y bebidas. A los últimos comensales les servirían las sobras de las fuentes de las primeras mesas, y a los
ultimísimos, las sobras de los platos donde habían comido los de rango más elevado.
La entrada del rey Fernando y la reina Juana se produjo de forma solemne, precedida por los toques de
las trompas y el sonido de pífanos y tambores. Los cortesanos y servidores se arrodillaron, los invitados
esperaron de pie con la cabeza descubierta. El gran chambelán se levantó rápidamente para acompañar a
la pareja real a la mesa.
Después hizo su entrada el duque Alfonso, seguido por quienes ocuparían un sitio en su mesa. Cuando
los príncipes estuvieron sentados, los criados de la Casa Real se levantaron y comenzaron a servir la mesa
alta. Sólo entonces los huéspedes de las mesas bajas podían volver a ponerse los birretes y sentarse.
Según las órdenes promulgadas por el Rey, los caballeros llevaban traje de luto, pero los milaneses y su
séquito habían hecho coser las joyas que adornaban las mangas y los bonetes de sus estupendos y
variopintos vestidos a los trajes negros. Las perlas y las piedras preciosas resaltaban aún más sobre el
fondo oscuro de las sedas y los terciopelos. Sobre todo los birretes, que el ceremonial imponla tener
puestos durante toda la cena, refulgían por las plumas, las hileras de perlas y las grandes piedras preciosas
coloreadas.
El rey Fernando y su hijo, el brutal Alfonso, estaban bastante molestos por la contramaniobra de los
milaneses, pero no habían encontrado un pretexto convincente para prohibir el uso de las joyas que tanto
los fastidiaban.
En torno a la mesa real se movía toda esa parte de la Corte que se ocupaba del oficio de boca.
El grado más alto era el de Mayordomo, es decir, el mayor de la casa, que dirigía la marcha de las
residencias reales como un padre se ocupa de sus hijos. Tenía poder sobre el resto del personal del
palacio, desde los criados que se ocupaban de las salas hasta los que trabajaban en la cocina.
El responsable directo de las recepciones era el Maestresala, funcionario muy importante porque
supervisaba el buen estado de las decoraciones y la platería, así como los uniformes del personal y su
aseo. Además, se ocupaba de su salarlo. El Camarero era una especie de secretario cuyas tareas
concernían a la cámara de su señor, velaba por su descanso, perfumaba sus camisas y pañuelos y
mantenía en orden las pellizas reales. Dado que estaba siempre en estrecho contacto con el soberano, que
a veces le hablaba o incluso bromeaba con él, debía ser una persona de buena condición social y de
absoluta confianza. Durante los banquetes debía estar siempre cerca de él para cualquier necesidad..
Los trajes del señor eran responsabilidad del Guardarropa, quien controlaba también que estuvieran
planchados, almidonados, bien lucidos y limpios; por eso lo seguía por doquier e intervenía si una
indumentaria, por cualquier motivo, se había ensuciado o solamente estaba en desorden.
Las bebidas eran ofrecidas al soberano por el Escanciador, que probaba cualquier líquido que pudiera
llegar a la augusta boca, para controlar que no contuviera veneno. De él «se requería una extrema
seriedad» ya que, en efecto, habría sido intolerable que «a un Escanciador se le escapase una carcajada.
También tenía que ser «una persona de aspecto muy limpio, particularmente en las manos»
También el Caballerizo, según el ceremonial, debía mantenerse siempre cerca del Rey por lo que
pudiera suceder, mientras que el Veedor, es decir, el vigilante guardián, tenía el encargo de controlar las
cantidades de las mercancías, los gastos de la Corte y en particular las cuentas del Despensero y del
cocinero con sus ayudantes de cocina.
El Trinchante, por último, un personaje de gran importancia en cualquier banquete, era de origen noble
y expertísimo en su arte, que consistía en cortar con precisión y destreza las carnes de toda clase que se
servían a su príncipe.
La incisión debía realizarse según reglas bien precisas y siguiendo las líneas indicadas en los dibujos de [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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