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siete reales y medio, y en adornarla con cinco pieles de nutria diez
reales, a razón de dos reales cada cuerecito. Se hizo un levitón forrado
en sarga, que no le costó menos de veintinueve pesos, y en remiendos
de botas se fueron diecinueve pesos. Hasta la compostura del famoso
sombrero falucho cuya forma típica ha fijado el bronce eterno, figura
en esta cuenta con cuatro pesos, importe del hule y del forro de tafe-
tán, incluso el barboquejo.
Por último, se dió el lujo de renovar las cintas de su reloj, y en
esto empleó la suma... de cuatro reales.
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Si la lista del guardarropa de Carlos V en Yuste se ha considera-
do por el grave historiador Mignet digna de ocupar a la posteridad,
bien merecen ser contados en este día los remiendos del grande hom-
bre, que puede presentarse ante ella, con su ropa vieja, pero sin man-
chas.
Este hombre que remendaba su ropa y su calzado y cosía perso-
nalmente los botones de su camisa, notó un día que su secretario don
José Ignacio Zenteno (que después fue general y ministro de Chile)
llevaba unos zapatos rotos: inmediatamente ordenó a su capellán le
ofreciese un par de botas, que costaron doce pesos. Su escribiente
Uriarte estaba casi desnudo, y le mandó dar veinticinco pesos para
vestirse.
Se alumbraba con velas de sebo, y en este artículo consumió en
siete meses el valor de setenta y un pesos, o sean diez mensuales. El
lujo de entonces, en que no se usaban bujías ni se conocía el gas, era
la cera, y en cera, pabilo y confección de blandoncillos para las noches
de función (según expresa la cuenta), se gastaron setenta y seis pesos.
Tenía dos coches prestados, uno grande y a otro chico, que en
composturas se llevaron treinta y seis pesos, o sea casi el doble del
importe del remiendo de botas.
Tenía dos pianos (prestados también), uno chico v otro grande
(como los coches), y en templarlos, con ponerlos y ponerlos funda de
bayeta, gastó no menos de treinta y dos pesos.
En música, incluso las gratificaciones a pitos y tambores que ha-
bían sonado la carga de Chacabuco, el general gastó en todo sesenta y
cinco pesos. Además, una partida extraordinaria, que está anotada en
la cuenta del capellán en la forma siguiente: Por dos pesos que se gra-
tificaron al que tocó la guitarra en una noche que se bailó alegre. ¡Fe-
lices tiempos en que las alegrías de sus poderosos no costaban sino dos
pesos al tesoro del pueblo, y esto por una sola vez !
En su salón se reunía con frecuencia la sociedad más selecta de
Santiago, en damas y caballeros, y ha quedado en Chile el recuerdo de
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las tertulias de San Martín, en que el general rompía el baile con un
minué. Algunas noches se jugaba a la malilla, y a veces la caja del
cuartel general costeaba las pérdidas. En la cuenta del capellán se
encuentra esta curiosa anotación: Por seis pesos que se pasaron a la
Madama Encalada para que jugase, y no los ha vuelto. Madama En-
calada era la esposa del almirante Blanco Encalada, una de las prime-
ras bellezas de Chile, que rivalizaba con lady Cochrane, esta hermosa
británica ante la cual los soldados prorrumpían en aclamaciones de
entusiasmo cuando la veían pasar al galope de su caballo.
Parece que gustaba de perfumes, pues en materiales y confección
de pastillas figura una partida por treinta y un pesos. Al lado de esta
partida se leo lo siguiente: Por un real de cascarilla para curar el ca-
ballo del sehor general. Y más adelante esta otra, que revela su pasión
por las flores desde entonces: Por cinco macetas de marimohas y a los
peones que las condujeron, seis pesos.
VI
Se ha dicho de San Martín que era sibarita, glotón, borracho, la-
drón y avaro.
Su cuenta de gastos nos dirá lo que haya de cierto a este respecto.
En la mesa de su palacio, que presidía el coronel don Tomás
Guido, se empleaban diez pesos diarios en comestibles. El comía una
sola vez al día, y eso en la cocina, donde elegía dos platos, que despa-
chaba de pie, en soldadesca conversación con su negro cocinero, ro-
ciándolos con una copa de vino blanco de su querida Mendoza. Su
plato predilecto era el asado, y así como otros convidan a tomar la
sopa, él convidaba a tomar el asado.
En una de las conferencias con su cocinero (que era soldado),
notó sin duda que a la olla de su cuartel general le faltaba un poco de
tocino. En consecuencia, compró un cerdo en siete pesos, gastó once
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reales en clavo y pimienta, y pagó tres pesos al que lo benefició. A este
cerdo puede decirse que le llegó su San Martín, y a tal título bien me-
rece pasar a la posteridad, como la gallina que Enrique IV pedía para [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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