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había dicho de los tres últimos presidentes. Se pellizcó las gruesas arrugas de la frente y se acomodó en su sillón.
 Podemos hacerlo, señor presidente  dijo casi con amabilidad . Gracias, señor presidente. Ahí estaré
mañana.
Cambiaba rápida y radicalmente de humor. De pronto, ante sus mismos ojos, acababa de convertirse en una
persona amable y encantadora.
 Quiere que vigilemos a ese periodista del Post  dijo después de colgar suavemente el teléfono, con los
ojos cerrados. Dice que ya lo hemos hecho en otras ocasiones y por qué no hacerlo ahora. Le he respondido que
lo haríamos.
 ¿Qué clase de vigilancia?  preguntó K. O.
 Limitémonos a seguirle por la ciudad. Veinticuatro horas al día con dos hombres. Averigüemos dónde va
por la noche y con quién se acuesta. Es soltero, ¿no es cierto?
 Divorciado desde hace siete años  respondió Lewis.
 Asegúrense de que no nos descubran. Manden agentes de paisano y cámbienlos cada tres días.
 ¿Cree realmente que somos nosotros los que hemos divulgado la información?
 No, creo que no. Si lo creyera, ¿por qué nos pediría que siguiéramos al periodista? Creo que sabe que es su
propia gente. Y quiere descubrirlo.
 Es un pequeño favor  agregó Lewis.
 Sí. Pero asegúrense de que no nos descubran, ¿de acuerdo?
El despacho de L. Matthew Barr estaba escondido en el tercer piso de un decrépito y mugriento edificio de
la calle M, en Georgetown. No había ningún letrero en las puertas. Un guardia armado, con chaqueta y corbata,
impedía la entrada del público junto al ascensor. La moqueta era usada y el mobiliario viejo. El polvo indicaba
que la unidad no gastaba dinero en limpieza.
Barr dirigía la unidad, que era una pequeña división oculta y extraoficial de la Junta de Reelección del
Presidente. La Junta disponía de unas lujosas oficinas al otro lado del río, en Rosslyn, con ventanas que se
abrían, sonrientes secretarias y mujeres que limpiaban todas las noches. Pero no este tugurio.
Fletcher Coal se apeó del ascensor y saludó con la cabeza al guardia de seguridad, que le devolvió el saludo
sin moverse. Eran viejos conocidos. Avanzó por un laberinto de diminutos despachos, en dirección al de Barr.
Coal se enorgullecía de ser honrado consigo mismo y ciertamente no le temía a nadie en Washington, con la
posible excepción de Matthew Barr. Unas veces le temía y otras no, pero siempre le admiraba.
Barr era ex marine, ex agente de la CIA y ex espía, con dos condenas por infracciones de la seguridad, que
le habían reportado millones que había escondido. Había pasado unos meses en una institución penitenciaria,
pero nada grave. Coal le había reclutado personalmente para dirigir la unidad, que oficialmente no existía.
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Contaba con un presupuesto anual de cuatro millones, procedentes de varios fondos secretos de reserva, y Barr
supervisaba a un reducido grupo de rufianes muy adiestrados que llevaban a cabo el trabajo de la unidad.
La puerta de Barr estaba siempre cerrada con llave. La abrió y Coal entró en su despacho. La entrevista
sería breve, como de costumbre.
 Deje que lo adivine  dijo Barr . Quiere descubrir la fuga.
 Sí, en cierto modo. Quiero que sigan a ese periodista Grantham, día y noche, y averigüen con quién habla.
Obtiene muy buena información y me temo que proviene de nosotros.
 Tienen más fugas que el cartón.
 Tenemos algunos problemas, pero la información sobre Khamel se ha divulgado deliberadamente. Lo he
hecho yo mismo.
 Lo suponía  sonrió Barr . Parecía demasiado pulcro y metódico.
 ¿Se ha encontrado alguna vez con Khamel?
 No. Hace diez años estábamos seguros de que había muerto. Le gusta que lo crean. No tiene ego y, por
consiguiente, nunca le atraparán. Es capaz de vivir seis meses en una chabola de Sáo Paulo, comiendo raíces y
ratas, luego coger un avión a Roma para asesinar a un diplomático y a continuación ir a pasar unos meses en
Singapur. No lee lo que los periódicos publican sobre él.
 ¿Qué edad tiene?
 ¿Por qué le interesa saberlo?
 Me fascina. Creo que sé quién le contrató para asesinar a Rosenberg y Jensen. [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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