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aviso, Rodney me preguntó si estaba seguro de que quería ser escritor,
yo le contestase:
-Cualquier cosa antes que ser traductor. -Nos reímos, o por lo
menos me reí yo, pero mientras lo hacía recordé otra discusión, la que
acerca de las páginas primeras de mi novela teníamos pendiente y, como
una prolongación despreocupada de la broma anterior, pregunté-: ¿Tan
malo te ha parecido lo que te di?
-Malo no -contestó Rodney-. Horroroso.
El comentario fue como una patada en el estómago. Reaccioné con
rapidez: traté de explicarle que lo que había leído no era más que un
borrador, traté de defender el planteamiento de la novela que anunciaba;
en vano: Rodney se sacó del bolsillo del chaquetón las páginas de la
novela, las desdobló y procedió a triturar su contenido. Lo hizo sin
apasionamiento, como el forense que practica una autopsia, lo que to-
davía me dolió más; pero lo que más me dolió es que íntimamente yo
sabía que mi amigo tenía razón. Hundido y furioso, con todo el rencor
acumulado mientras Rodney hablaba, le pregunté si lo que según él debía
hacer era dejar de escribir.
-Yo no he dicho eso -me corrigió, impertérrito-. Lo que debas o no
debas hacer es cosa tuya. No hay ningún escritor que no haya empezado
escribiendo basura como ésta o peor, porque para ser un escritor decente
ni siquiera hace falta talento: basta con un poco de empeño. Además, el
talento no se tiene, sino que se conquista.
-¿Entonces por qué me preguntas si estoy seguro de que quiero ser
escritor? -pregunté.
-Porque puedes acabar consiguiéndolo.
-¿Y dónde está el problema?
-En que es un oficio muy cabrón.
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-No más que el de traductor, supongo. No digamos que el de
minero.
-No estés tan seguro -dijo con un gesto inseguro-. No sé, a lo
mejor sólo debería ser escritor quien no puede ser otra cosa.
Me reí como si tratara de imitar la risa feroz de un kamikaze, o
como si estuviera vengándome.
-Vamos, vamos, Rodney: a ver si ahora va a resultar que eres un
jodido romántico. O un sentimental. O un cobarde. A mí no me da ningún
miedo fracasar.
-Claro -dijo-. Porque no tienes ni idea de lo que es. Pero ¿quién ha
hablado del fracaso? Yo hablaba del éxito.
-Acabáramos -dije-. Ahora entiendo. La catástrofe del éxito. Se
trataba de eso. Pero eso no es una idea, hombre: es sólo un tópico.
-Puede ser -dijo, y a continuación, como si se estuviera riendo de
mí o me estuviera reprendiendo pero no quisiera que yo sospechara ni
una cosa ni la otra, añadió-: Pero las ideas no se convierten en tópicos
porque sean falsas, sino porque son verdaderas, o al menos porque
contienen una parte sustancial de verdad. Y cuando uno se aburre de la
verdad y empieza a decir cosas originales tratando de hacerse el
interesante, acaba no diciendo más que tonterías. En el mejor de los
casos tonterías originales y hasta interesantes, pero tonterías.
No supe qué contestarle y di un trago de cerveza. Notando que el
sarcasmo me aliviaba del ultraje de la decepción dije:
-Bueno, por lo menos después de lo que has leído reconocerás que
estoy vacunado contra el éxito.
-Tampoco estés tan seguro de eso -replicó Rodney-. A lo mejor
nadie está vacunado contra el éxito; a lo mejor basta tener suficiente
aguante con el fracaso para que te atrape el éxito. Y entonces ya no hay
escapatoria. Se acabó. Finito. Kaputt. Ahí tienes a Scott, a Hemingway:
los dos estaban enamorados del éxito, y a los dos los mató, y además
mucho antes de que los enterraran. Sobre todo al pobre Scott, que era el
más débil y el que más talento tenía y por eso el desastre le pilló antes y
no tuvo tiempo de advertir que el éxito es letal, una desvergüenza, un
desastre sin paliativos, una humillación para siempre. Le gustaba tanto
que cuando le llegó ni siquiera se dio cuenta de que, aunque se engañase
con protestas de orgullo y demostraciones de cinismo, en realidad no
había hecho otra cosa más que buscarlo, y ahora que lo tenía entre las
manos ya no le servía para nada ni podía hacer nada con él excepto dejar
que le corrompiera. Y le corrompió. Le corrompió hasta el final. Ya sabes
lo que decía Osear Wílde: «Hay dos tragedias en la vida. Una es no
conseguir lo que se desea. La otra es conseguirlo». -Rodney se rió; yo no-
. En fin, lo que quiero decir es que nadie muere por haber fracasado, pero
es imposible sobrevivir con dignidad al éxito. Esto no lo dice nadie, ni
siquiera Osear Wilde, porque es evidente o porque da mucha vergüenza
decirlo, pero así es. De modo que, si te empeñas en ser escritor, aplaza
todo lo que puedas el éxito.
Mientras escuchaba a Rodney me acordé inevitablemente de mi
amigo Marcos y de nuestros sueños de triunfo y de las obras maestras
con las que pensábamos vengarnos del mundo, y sobre todo me acordé
de que una vez, algunos años atrás, Marcos me contó que un compañero
insufrible de la Facultad de Bellas Artes le había dicho que la condición
ideal de un artista es el fracaso, y que él le había contestado con una
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frase de un escritor francés, tal vez Jules Renard: «Sí, lo sé. Todos los
grandes hombres primero fueron ignorados; pero yo no soy un gran
hombre, así que preferiría tener éxito inmediatamente». También pensé
que Rodney hablaba como si conociera lo que eran el éxito y el fracaso,
cuando en realidad no conocía ni una cosa ni la otra (o no las conocía más
que a través de los libros ni más que yo, que apenas las conocía), y que
en realidad sus palabras sólo eran las palabras de un perdedor empapado [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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