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El hombre de Bisusalde a quien llamaban el capitán era un marino inglés, que vivía con su hija,
muchacha de catorce o quince años, y un criado, llamado Allen.
Algunos aseguraban que el viejo había sido pirata; pero esto, según la mujer de la venta, eran ganas de
hablar.
El inglés daba lecciones de su idioma y solía ir todos los días a Elguea, donde tenía varios discípulos.
Le habían invitado también a establecerse en Lúzaro, pero no quería: prefería vivir en Izarte.
La vida de aquella gente era muy sencilla y muy pobre. Por las mañanas, el capitán y su hija solían recor-
rer la playa desierta, los dos descalzos. Había una cueva pequeña en las dunas con una puerta; allí, los
días buenos, la chica entraba a desnudarse, se ponía un traje de baño y se metía en el mar. Solía estar
nadando, y cuando se cansaba, al salir a la playa, su padre le ponía una manta blanca.
Por la tarde, después de almorzar, el capitán iba a Elguea y volvía por la playa despacio. Muchas veces
se quedaba entre las rocas hasta el anochecer.
La chica apenas aparecía en el pueblo; el criado trabajaba en el campo, y los domingos iban los tres al
faro de las Ánimas, pues se trataban con el torrero y su familia.
La mujer de la taberna añadió que al principio decían que Mary, la hija del capitán, era débil; pero que
con aquella vida al aire libre se estaba haciendo una muchacha muy robusta.
72
Las inquietudes de Shanti Andía
Pío Baroja
Todos estos datos contribuyeron a hacerme creer que aquella gente era bastante misantrópica y extraña.
Después de almorzar y descansar en la venta, me fui por el borde de las dunas adelante. Serían las cua-
tro y media cuando vi al capitán y a su hija, que volvían hacia su casa, por la playa. Él iba despacio; ella
corría, tiraba piedras, gritaba. La subida por la cuesta de los Perros era bastante fatigosa, y el viejo se detu-
vo varias veces a descansar. Tenía aire de hombre enfermo y abatido; al pararse bajaba la cabeza hasta
dar con la barba en el pecho.
Me acerqué a ellos. La muchacha era muy bonita, rubia, tostada por el sol; al pasar por delante de mí
me miró con un aire completamente salvaje. Aguardé a que entraran en su casa, y poco después me decidí
a llamar.
Había oscurecido. El viejo alto que trabajaba en la huerta me indicó que pasara. Entré. Una lámpara de
aceite alumbraba un cuarto pequeño y modesto, que tenía un armario con cortinillas blancas.
El capitán leía sentado cerca de la mesa; la muchacha estaba haciendo la cena allí mismo; el viejo cri-
ado raspaba el mango de una azada.
El capitán se levantó al verme, con aire de alarma; yo le rogué que se sentase, y le dije quién era y a lo
que iba. La muchacha salió del cuarto.
-¿De manera que usted es nieto de doña Celestina? -me preguntó el capitán.
-Sí, señor.
-¿Hijo de Clemencia?
-Sí, así se llama mi madre.
El hombre se turbó, no supo decirme lo que pagaba de renta a mi abuela, y murmuró:
-Dígale usted a su madre que me diga lo que tengo que pagar al año por la casa, y si puedo me quedaré
en ella.
Yo le indiqué repetidas veces que no, que siguiera pagando como hasta entonces; pero no le pude con-
vencer.
De cuando en cuando la muchacha rubia se asomaba a la puerta y me miraba con sus ojos azules
oscuros, con una expresión de temor y desconfianza, como si tuviera miedo de que yo le hiciera algún daño
a su padre.
Me levanté molestado del aire de suspicacia de toda aquella gente, y, saludando a los tres con frialdad,
me volví a Lúzaro.
73
El recado
Capítulo VII
Una tarde de diciembre, al volver de la relojería, ya oscurecido, un chiquillo me detuvo y me entregó una
carta. ¿Quién podía escribirme? Examiné el sobre a la luz de un farol. Era letra de mujer. Con gran curio-
sidad leí la carta, que decía así:
Al capitán don Santiago de Andía.
Mi padre, que se encuentra enfermo, le suplica encarecida?
mente a usted que venga a verle lo más pronto posible; si puede, esta misma noche. Tiene que
hablarle a usted de asuntos importantes. Si se decide a salir por la noche, a la salida del pueblo, en la
herrería de Aspillaga, le esperará un amigo con un caballo.
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