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mancha-dos de sangre. A su alrededor estaban los cuerpos destrozados de los arqueros y lanceros.
Los hombres hacían sonar una fanfarria de triunfo en la pla-nicie, y los cascos de los caballos de los
vencedores pisoteaban los cuerpos de los vencidos, mientras las líneas de batalla con-vergían como
los rayos de una brillante rueda hacia el lugar en el que el último sobreviviente seguía desarrollando
una lucha desigual con la muerte.
En aquel día, Conan, rey de Aquilonia, había visto lo mejor de su caballería destrozado. Había cruzado
la frontera sudeste de Aquilonia con cinco mil caballeros hasta llegar a Ofir, donde ha-lló a su antiguo
aliado, el rey Amalrus de Ofir, enfrentado a él junto con las huestes de Strabonus, el rey de Koth. Se
dio cuen-ta de la trampa demasiado tarde. Hizo todo lo que podía hacer un hombre con cinco mil
jinetes contra los treinta mil caballe-ros, arqueros y lanceros que servían a los conspiradores.
Se lanzó con sus jinetes armados, sin arqueros ni soldados de infantería, contra las huestes atacantes,
vio a los caballeros de las fuerzas enemigas en sus brillantes cotas de malla cayendo ante las lanzas,
destrozó a una parte de sus enemigos, hasta que fi-nalmente los atacantes lo rodearon. Los arqueros
shemitas de Strabonus causaron estragos entre sus hombres, abatiéndolos, junto con sus caballos,
mientras los lanceros kothios los rema-taban en el suelo. Finalmente, las fuerzas de Conan fueron
ven-cidas porque sus enemigos los aventajaban en número.
Los aquilonios no huyeron; murieron en el campo de bata-lla, y, de los cinco mil caballeros que
acompa aron a Conan hacia el sur, ni uno solo abandonó vivo la planicie de Shamu. Y ahora el rey
estaba al acecho entre los cuerpos destrozados de sus hombres, y apoyaba la espalda contra un montón
de hom-bres y de caballos muertos. Los caballeros ofireos, guarnecidos con cotas de malla doradas,
hacían saltar a sus caballos por en-cima de los cadáveres para atravesar de una estocada a la solita-ria
figura, y varios shemitas de barba negra, así como algunos ca-balleros kothios de piel oscura, se
encontraban a su alrededor. Se oía el sonido metálico del acero, que crecía en intensidad. La figura del
rey sobresalía por encima de la de sus enemigos, mien-tras atacaba con la ferocidad de un animal
salvaje. Enseguida se vieron caballos sin jinete, y a sus pies había un montón de cuer-pos destrozados.
Sus atacantes retrocedieron jadeando, y con los rostros cenicientos.
Ahora se veía a los jefes conquistadores cabalgando en me-dio de las filas de sus hombres. Allí estaba
Strabonus, de cara ancha y oscura, y ojos astutos; Amalrus, esbelto, traidor, y peli-groso como una
cobra, y Tsotha-lanti, delgado como un buitre, vestido con ropas de seda, de ojos negros y brillantes.
Se con-taban oscuras leyendas acerca de este hechicero kothio; las mu-jeres de las aldeas del norte y
del oeste asustaban a sus ni os mencionando su nombre, y los esclavos rebeldes eran someti-dos más
rápidamente que con el látigo si se les amenazaba con venderlos a Tsotha-lanti. La gente decía que
tenía una biblioteca llena de libros de magia negra encuadernados con la piel de sus víctimas humanas,
y que traficaba con los poderes de las tinie-blas en los oscuros sótanos de su palacio, entregando a
jóvenes esclavas a cambio de secretos infernales. Él era el verdadero so-berano de Koth.
Contemplaba, con una siniestra sonrisa en el rostro, cómo los reyes frenaban sus caballos a una
distancia segura de la taci-turna figura que se alzaba por encima de los muertos. Hasta el hombre más
valiente retrocedía al ver el brillo asesino que bro-taba de los fogosos ojos azules que asomaban por
debajo del casco. El rostro oscuro y lleno de cicatrices de Conan ardía de odio; su armadura negra
estaba hecha pedazos y manchada de sangre; su enorme espada estaba roja hasta la empu adura. En
aquel momento había desaparecido todo rastro de civilización; allí había un bárbaro enfrentado a sus
vencedores. Conan era un nativo de Cimmeria, un monta és fiero y taciturno originario de una tierra
oscura y nubosa del norte. Su vida y sus aventuras, que lo habían llevado hasta el trono de Aquilonia,
se habían convertido en leyenda.
Los reyes mantenían la distancia, y Strabonus llamó a sus ar-queros shemitas para que arrojaran
flechas sobre el enemigo; sus capitanes habían caído como granos maduros ante la espada del
cimmerio, y Strabonus, avaro de caballeros así como de ri-quezas, estaba hecho una furia. Pero Tsotha
meneaba la cabeza.
-Cogedlo vivo.
-¡Eso es fácil de decir! -gru ó Strabonus, inquieto por la po-sibilidad de que el gigante de malla negra
se abriera camino ha-cia ellos-. ¿Quién puede atrapar vivo a un tigre devorador de carne? ¡Por Ishtar
que es muy superior a mis mejores espadachi-nes! Me llevó siete a os y monta as de oro adiestrarlos,
y allí es-tán todos muertos. ¡He dicho arqueros!-¡No! -repuso Tsotha, bajándose del caballo y
lanzando una gélida risa-. ¿Todavía no te has dado cuenta de que mi cerebro es más poderoso que
cualquier espada?
Pasó a través de las filas de lanceros, y éstos retrocedieron atemorizados por temor a tocarle la túnica.
También los emplu-mados caballeros se abrieron paso. Luego saltó por encima de los cadáveres y se
acercó al rey. Los hombres miraban en silen-cio, conteniendo la respiración. La figura de malla negra
se alza-ba amenazante por encima del hombre delgado de túnica de seda, blandiendo la espada
manchada de sangre. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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