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Una voz, no la del maestro Ash sino una voz que yo no había oído nunca, exclamó:
¡Feliz año nuevo!
Levanté los ojos y vi, a unos cuarenta pasos, un ulano igual al que las nótulas de
Hethor habían matado en el camino verde a la Casa Absoluta. Sin saber qué hacer, agité
la mano y grité: ¿O sea que es Año Nuevo?
El ulano espoleó su destriero y fue acercándose al galope.
Hoy es solsticio de verano, comienzo de un nuevo año. Un año glorioso para el
Autarca.
Intenté recordar alguna de esas frases que tanto gustaban a Jolenta.
Cuyo corazón es el altar de sus súbditos.
¡Bien dicho! Soy Ibar, de la septuagésima octava xenagia, con la mala suerte de
patrullar el camino hasta la noche.
Imagino que está permitido usarlo. Totalmente. Siempre y cuando, claro, esté
dispuesto a identificarse.
Sí dije . Por supuesto. Casi había olvidado el salvoconducto de Mannea. Lo
saqué y se lo di. Cuando me habían detenido en el camino a la Última Casa, yo no había
estado seguro de que los soldados que me interrogaban supieran leer. Todos habían
mirado el pergamino con un aire sapiente, pero era muy posible que sólo hubiesen
identificado el sello de la orden y la escritura de Mannea, regular y vigorosa, aunque
ligeramente excéntrica. Era incuestionable que el ulano sabía. Yo veía cómo sus ojos
recorrían las líneas, e incluso imaginé, creo, que se detenían un instante en «sepelio
honorable».
Volvió a doblar cuidadosamente el pergamino, pero lo retuvo.
De modo que sirve usted a las Peregrinas. Tengo el honor, sí.
Entonces estaba rezando. Cuando lo vi pensé que hablaba solo. No soy amigo de
tonterías religiosas. Nosotros tenemos a mano el estandarte de la xenagia y el del Autarca
a cierta distancia, y con eso hay suficiente de reverencia y misterio; pero he oído que son
buenas mujeres.
Asentí. Creo que sí; quizás algo más que ustedes. Pero sin duda son buenas.
Y lo han enviado a hacer algo. ¿Hace cuántos días?
Tres.
¿Vuelve ahora al lazareto de Media Pars?
Asentí de nuevo. Espero llegar antes del anochecer.
Meneó la cabeza. No llegará. Le aconsejo que se lo tome con calma. Me tendió el
pergamino.
Lo tomé y volví a guardarlo en el talego.
Viajaba con un compañero, pero nos hemos separado. Me pregunto si no lo habrá
visto. Le describí al maestro Ash.
El ulano negó con la cabeza. Estaré alerta y si lo veo le diré por dónde ha ido. Y
ahora... ¿quiere contestarme algo? No es oficial, así que puede decirme que no me
entrometa.
Le contestaré si puedo.
¿Qué hará cuando deje a las Peregrinas?
Me sorprendí un poco. Vaya, no tenía planeado dejarlas. Tal vez algún día.
Bien, tenga en cuenta la caballería ligera. Parece usted tener buenas manos, y eso
nunca nos viene mal. Vivirá la mitad de tiempo que en la infantería, y el doble.
Lanzó adelante la montura, y yo me quedé sopesando lo que había dicho. No dudaba
de que me ha bía dicho en serio que durmiera en el camino; pero esa misma seriedad
hizo que me apresurara todavía más. Como he sido bendecido con un par de piernas
largas, si es necesario puedo caminar tan rápido como otros al trote. En aquel momento
las usé, desprendiéndome de todo pensamiento sobre el maestro Ash y mi revuelto
pasado. Quizá todavía me acompañara una débil presencia del maestro; tal vez hoy me
siga acompañando. Pero si era así, nunca lo supe, ni lo sé tampoco ahora.
Urth no había apartado aún su rostro del sol cuando llegué al camino angosto que
apenas una semana atrás había tomado con el soldado muerto. Seguía habiendo sangre
en el polvo, mucha más que la que había visto antes. Las palabras del ulano me habían
hecho temer que las Peregrinas estuviesen acusadas de algún crimen; ahora entendía: un
gran flujo de heridos había llegado al lazareto, y el ulano pensaba que me merecía una
noche de descanso, antes de ponerme a trabajar. Me sentí muy aliviado. La
superabundancia de pacientes me daría oportunidad de mostrar mis habilidades y hacer
más probable que Mannea me aceptara cuando ofreciera venderme a la orden, si
conseguía fraguar alguna historia que explicase mi fracaso en la Ultima Casa.
Cuando enfilé el último recodo del camino, sin embargo, lo que vi fue totalmente
diferente.
Donde había estado el lazareto, el suelo parecía arado por una hueste de locos; arado
y excavado: el fondo ya era una laguna de aguas bajas. Arboles destrozados bordeaban
el círculo.
Hasta que cayó la noche anduve por allí de un lado hacia otro. Buscaba algún signo de
mis amigos, y también algún rastro del altar que guardaba la Garra. Encontré una mano
humana, una mano de hombre cortada por la muñeca. Habría podido ser de Melito, de
Hallvard, del ascio, de Winnoc. No supe decirlo.
Esa noche dormí junto al camino. Cuando amaneció empecé mis investigaciones, y
antes del anochecer había localizado a los supervivientes, a media docena de leguas del
lugar original. Anduve de catre en catre, pero muchos estaban inconscientes y con las
cabezas tan vendadas que no los habría reconocido. Es posible que entre ellos estuvieran
Ava, Mannea y la Peregrina, que había acercado un taburete a mi catre, aunque yo no las
descubrí.
La única mujer que reconocí fue Foila, y sólo porque ella me reconoció a mí y exclamó
«¡Severian!» mientras yo me movía entre heridos y moribundos. Me acerqué e intenté
interrogarla, pero estaba muy débily poco me pudo contar. El ataque había llegado de
improviso y había destrozado el lazareto como un rayo; todos sus recuerdos eran de las
secuelas: gritos que por mucho tiempo no habían atraído salvadores, y unos soldados que
la arrastraban y que sabían poco de medicina. La besé lo mejor que pude y le prometí que
volvería a verla; promesa, creo, que ambos sabíamos que yo no podría mantener.
¿Te acuerdas de cuando todos contamos historias? me dijo . Pensé en eso.
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